Dios no obliga a nadie a actuar de una manera u otra; incluso cuando hacía justicia en el mundo actuando a través de lluvia de fuego, diluvios y plagas, la gente seguía haciendo lo que quería. De otra manera seríamos simples robots.
En todo caso, Dios solo pone las normas a seguir, y somos nosotros los que elegimos la desobediencia. No tememos al infierno ni a la ira de Dios.
Y en efecto, somos nosotros mismos los que forjamos, por tanto, nuestro camino al cielo o al infierno. Por mi parte he aceptado el infierno siempre que pueda vivir conforme a mi propia voluntad sin lamerle las patas a deidades ajenas a mí. Rechazo toda enseñanza de Cristo y vivo conforme a mi propia voluntad, cargando mi propia cruz, sin rayar en el mediocre lloriqueo del borrego cristero ante la naturaleza del hombre: somos viles, mentirosos, crueles, lujuriosos...
Sin embargo, nuestra naturaleza no es impedimento para el goce de esta vida, única y terrenal. ¡Mayor motivo tengo para sacar provecho de esta vida a mi manera si se me amenaza con el infierno ante la libertad de pensamiento y la rebeldía!
No necesito que ningún alcahuete nazareno desperdicie una vida que nadie le pidió, ni ofrezca una salvación inexistente. ¡Insensato es convencer al mundo que un dios abandonó su omnipotente eternidad por una vida humana en la Tierra, y presentarlo como la más grande muestra de amor! ¿Quién sino Satanás para comprender en todo caso cómo es la vida del hombre? ¿Cuál es la carga de un ser eterno el sufrir una cantidad efímera de tiempo en forma de hombre clavado en una cruz ante la carga de un ser finito como yo y una condena eterna? En todo caso Satanás comprendería mejor mi destino que aquél imbécil al cuál llaman Padre Celestial.
Por tanto, elijo la figura del lobo opuesto al cordero y su "buen pastor". Elijo el camino del anticristo. Porque en mi condena comparto destino con aquél cuya locura fue lo suficientemente grande y memorable para darme una alternativa ante la sumisión y abandonar todo parasitismo espiritual.