LA SALUD MENTAL FRENTE AL MISTICISMO Y AL AUTOSACRIFICIO


LA SALUD MENTAL FRENTE AL MISTICISMO Y AL AUTOSACRIFICIO
Nathaniel Branden

El criterio de la salud mental, el funcionamiento mental biológicamente adecuado, es el mismo que se aplica a la salud física: la supervivencia de la humanidad y su bienestar. Una mente será sana mientras su método de funcionamiento sea tal que proporcione al humano el control sobre la realidad que el mantenimiento y la protección de su vida requieren. La señal distintiva de este control es la autoestima, consecuencia, expresión y recompensa de una mente comprometida con la razón, es decir, que responde y confía exclusivamente en la razón. 

La razón, la facultad que identifica e integra el material provisto por los sentidos, es la herramienta de supervivencia básica del humano. El compromiso con la razón es el compromiso con el mantenimiento de un enfoque intelectual pleno, con la constante expansión de la comprensión y el conocimiento, con el principio de que las acciones personales deben ser coherentes con las convicciones, de que uno nunca debe intentar falsear la realidad ni situar consideración alguna por encima de ella, de que jamás debe permitirse contradicciones, ni intentar subvertir o sabotear las funciones correctas de la conciencia: percepción, obtención de conocimientos y control de las acciones. Una conciencia no obstruida, integrada, pensante, es una conciencia sana. Una conciencia bloqueada, que se evade, que está desgarrada entre conflictos, segmentada y enfrentada consigo misma, una conciencia desintegrada por el miedo o inmovilizada por la depresión, disociada de la realidad, es una conciencia enferma. 

Para ser capaz de manejar los hechos de la realidad, para procurar y lograr los valores que requiere su vida, el humano necesita su autoestima: necesita tener confianza en su eficacia y en su valor. La ansiedad y el sentimiento de culpa, antítesis de la autoestima y signos inconfundibles de una mente enferma, son desintegradores del pensamiento, distorsionadores de los valores y factores paralizantes de la acción. Cuando un ser humano que se estima a sí mismo elige sus valores y fija sus metas, cuando diseña sus propósitos a largo plazo, que darán unidad y guía a sus acciones, está tendiendo un puente hacia el futuro, un puente sobre el cual transitará su vida. Un puente que está sostenido por la convicción de que su mente tiene la capacidad requerida para pensar, juzgar y valorar, y que puede ser digno de disfrutar esos valores. Este sentido de control sobre la realidad no es el resultado de aptitudes, habilidades o conocimientos especiales. 

No depende de determinados éxitos o fracasos en particular. Refleja la relación fundamental que se tiene con la realidad, la convicción de que se poseen la eficacia y el valor fundamentales. Refleja la certeza que, en esencia y en principio, se es apto para la realidad. La autoestima es una estimación metafísica. Éste es el estado psicológico que la moralidad tradicional torna imposible, en la medida en que el humano la acepte. Ni el misticismo ni el credo del autosacrificio son compatibles con una mente sana ni con la autoestima. Estas doctrinas son existencial y psicológicamente destructivas.

1. Para el mantenimiento de la vida y el logro de su autoestima, el humano necesita el ejercicio pleno de su razón; no obstante, se le enseña que la moralidad requiere la fe y descansa en ella. La fe es la entrega de la conciencia personal a creencias de las cuales no hay evidencia sensorial ni prueba racional. Cuando el humano rechaza a la razón como su criterio de juicio, el único criterio al que puede recurrir son sus sentimientos. Un místico es un hombre que trata a sus sentimientos como herramientas de cognición. La fe es la equiparación de los sentimientos con el conocimiento. Para practicar la "virtud" de la fe, un humano debe estar dispuesto a abandonar su objetividad y su capacidad de juicio: a vivir con lo ininteligible, con aquello que no se puede conceptualizar ni integrar con el resto de sus conocimientos; debe inducir una ilusión de raciocinio parecido a un estado de trance. 

Debe estar dispuesto a reprimir su facultad de crítica, considerándola una culpa, a ahogar toda pregunta que surja como protesta; debe sofocar todo resurgimiento de la razón que busque, convulsivamente, asumir la función que le corresponde como protector de su vida y de la integridad de su conocimiento. Recuérdese que la totalidad del conocimiento humano, y todos sus conceptos, tienen una estructura jerárquica. El fundamento y el punto de partida del pensamiento son las percepciones sensoriales: sobre esa base forma el humano sus primeros conceptos para, a partir de allí, continuar construyendo el edificio de sus conocimientos a través de la identificación e integración de nuevos conceptos, en una escala cada vez más amplia y más extensa. Para que el pensamiento sea válido, este proceso debe guiarse por la lógica, "el arte de la identificación sin contradicciones". Todo nuevo concepto que forme el ser humano debe integrarse sin contradicción a la estructura jerárquica de su conocimiento. Introducir en la conciencia cualquier idea que no pueda integrarse así, una idea no derivada de la realidad ni validada por un proceso sujeto a la razón, no sometida a examen o juicio racional y, peor aún: una idea que choque con el resto de nuestros conceptos y nuestra comprensión de la realidad es sabotear la función integradora de la conciencia, socavar el resto de nuestras convicciones y eliminar nuestra capacidad de estar seguros de cosa alguna. 

Éste es el sentido de la declaración de John Galt en La rebelión de Atlas cuando dice que "el pretendido atajo hacia el conocimiento, la fe, es sólo una simplificación de una invención mística equivalente al deseo de aniquilar la existencia y, como consecuencia, aniquilar la conciencia". No hay mayor autoengaño que el de imaginar que se puede someter a la razón aquello que pertenece a la razón, y a la fe aquello que pertenece a la fe. La fe no puede ser circunscripta ni delimitada; ceder la conciencia un solo milímetro es rendirla en su totalidad. La razón es un absoluto para la mente o no lo es, y en ese caso, cuando la razón está ausente, tampoco hay lugar donde trazar el límite, ni principio de acuerdo con el cual trazarlo, ni barrera que la fe no pueda cruzar, ni parte alguna de la vida personal que la fe no pueda invadir. Una persona es racional hasta, y a menos que, sus sentimientos decreten otra cosa. La fe es una enfermedad maligna que ningún sistema puede tolerar impunemente, y el que sucumbe a ella requerirá su ayuda precisamente en aquellas cuestiones en las que más necesita de la razón. Cuando el ser humano abandona la razón y se entrega a la fe, cuando rechaza el absolutismo de la realidad, está destruyendo las bases de su propia conciencia, y su mente se convierte en un órgano en el que ya no se puede confiar. Su mente se convierte en lo que los místicos dicen que es: una herramienta de distorsión. 

2. La necesidad de autoestima del humano implica la necesidad de poseer un sentido de control sobre la realidad. Sin embargo, ningún control es posible en un Universo que, debido a las concesiones que ha hecho el mismo ser humano, incluye lo sobrenatural, lo milagroso y lo carente de causa, un Universo donde se está a la merced de fantasmas y demonios, donde se debe tratar no con lo desconocido, sino con lo incognoscible. No hay control posible si el humano  propone y un fantasma dispone; no hay control posible si el Universo es una casa embrujada. 

3. La vida del ser humano y su autoestima requieren que el objetivo y la preocupación de su conciencia sean la realidad y esta Tierra, pero se le enseña que la moral consiste en despreciar esta Tierra y el mundo asequible a la percepción sensorial, para contemplar, en su lugar, una realidad "diferente" y "superior", un reino inaccesible a la razón e incomunicable en el lenguaje común, al que se puede acceder por la revelación, por procesos dialécticos especiales, por ese estado superior de lucidez intelectual que el budismo Zen considera como la "Anti-mente", o como la muerte. Hay sólo una realidad: aquella que la razón puede conocer. Si el humano elige no percibirla, no habrá nada que pueda percibir; si no es consciente de este mundo, no será consciente en absoluto. El único resultado de la proyección mística de "otra" realidad es que incapacita psicológicamente a la humanidad para ésta. No fue mediante la contemplación de lo trascendental, lo inefable, lo indefinible, lo inexistente, como el ser humano se elevó desde las cavernas y transformó el mundo material para que la existencia fuese posible sobre la Tierra. Si es una virtud renunciar a la mente, y un pecado usarla; si es una virtud aproximarse al estado mental de un esquizofrénico, y un pecado estar enfocado intelectualmente; si es una virtud despreciar esta Tierra, y un pecado hacerla habitable; si es una virtud mortificar la carne, y un pecado trabajar y actuar; si es una virtud despreciar la vida, y un pecado sostenerla y disfrutarla, entonces no se puede tener ni autoestima, ni control, ni eficacia; nada es posible más que el sentimiento de culpa y el terror de un humano degradado atrapado en un Universo de pesadilla, un Universo creado por algún metafísico sádico que lanzó al humano a un laberinto donde la puerta marcada con la leyenda "virtud" lleva a la autodestrucción, y aquella en la que se lee "eficacia" conduce a la propia condenación. 

4. Su vida y su autoestima requieren que la humanidad se enorgullezca de su capacidad de pensar, de su capacidad de vivir; sin embargo, se le enseña que la moral sostiene que el orgullo, y específicamente el orgullo intelectual, es el más grave de los pecados. Se le enseña que la virtud comienza con la humildad, con el reconocimiento de la incapacidad, la pequeñez, la impotencia de nuestra mente. ¿Es el ser humano omnisapiente?, preguntan los místicos. ¿Es infalible? Y si no lo es, ¿cómo se atreve a desafiar la palabra de Dios, o de los representantes de Dios, y erigirse en juez de cualquier cosa? El orgullo intelectual no es una pretensión de omnisapiencia o infalibilidad, como los místicos quieren implicar en forma absurda, sino todo lo contrario. Justamente porque el ser humano debe luchar para obtener sus conocimientos, y dado que la búsqueda del conocimiento requiere un esfuerzo, los que asumen esa responsabilidad sienten orgullo por aquello que adquieren. A veces, coloquialmente, se interpreta que el orgullo significa una pretensión sobre logros que en realidad uno no ha alcanzado. Pero el fanfarrón, el jactancioso, ser humano que pretende tener virtudes que no posee, no es orgulloso; meramente ha elegido la manera más humillante de revelar su humildad. 

El orgullo es la respuesta a la capacidad personal de alcanzar valores, el placer que se obtiene de la propia eficacia. Y es eso lo que los místicos consideran malvado. Pero si el estado moral adecuado para el humano es la duda, la inseguridad, el miedo, y no la confianza, la seguridad en sí mismo y la autoestima; si su meta ha de ser el sentimiento de culpa en lugar del orgullo, entonces su ideal moral es una mente enferma y los neuróticos y psicópatas son los máximos exponentes de la moral, mientras que los que piensan y los que logran sus objetivos son los pecadores, aquellos demasiado corruptos y arrogantes para encontrar la virtud y el bienestar psicológico en la creencia de que son inadecuados para existir. La humildad es, necesariamente, la virtud básica de una moralidad mística, la única posible para quienes han renunciado a la mente. El orgullo debe ser ganado; es la recompensa al esfuerzo y al logro. Pero para alcanzar la virtud de la humildad sólo es necesario abstenerse de pensar; no se requiere otra cosa, y uno no tardará en sentirse humilde. 

5. Su vida y su autoestima requieren que el ser humano sea leal a sus valores, a su mente y juicio, a su vida. Lo que se le enseña, en cambio, es que la esencia de la moralidad consiste en el autosacrificio; el sacrificio de la propia mente a una autoridad superior y el sacrificio de los valores personales a quienquiera que se sienta con derecho a reclamarlos. No es necesario, en este contexto, analizar las casi incontables maldades implícitas en el autosacrificio. Su irracionalidad y destructividad han sido suficientemente expuestas en La rebelión de Atlas. Sin embargo, hay dos aspectos de la cuestión que están especialmente relacionados con el tema de la salud mental El primero es el hecho de que el sacrificio de sí mismo significa, y sólo puede significar, el sacrificio de la mente. Tengamos presente que un sacrificio significa la renuncia a un valor superior en favor de un valor inferior o de algo sin valor. 

Si se entrega lo que no se valora para obtener aquello que sí se valora, o si se entrega un valor menor para obtener un valor mayor, eso no es un sacrificio sino un beneficio. Recordemos, además, que todos los valores del humano existen dentro de un orden jerárquico; valora algunas cosas más que otras y, en la medida en que sea un ser racional, el orden jerárquico de sus valores será racional; es decir, valorará las cosas en proporción con la importancia que tengan para su vida y su bienestar. Aquello que es adverso a su vida y su bienestar, que se opone a su naturaleza y a sus necesidades como ser humano, será considerado carente de valor. Inversamente, la estructura distorsionada de los valores es una de las características de las enfermedades mentales; el neurótico no valora las cosas de acuerdo con su mérito objetivo en relación con su naturaleza humana y sus necesidades; con frecuencia valora aquellas que lo llevarán a la autodestrucción. Juzgado de acuerdo con criterios objetivos, vive en un proceso crónico de autosacrificio. Pero si el sacrificio es una virtud, no es el neurótico sino el humano racional el que tiene que ser "curado". 

Debe aprender a violentar su propio juicio racional, a revertir el orden de su jerarquía de valores, a renunciar a aquello que su mente considera lo bueno, a invalidar su propia conciencia. ¿Todo lo que los místicos demandan del ser humano es que éste sacrifique su felicidad? Sacrificar la felicidad personal es sacrificar los deseos personales; sacrificar los deseos personales es sacrificar los valores personales; sacrificar los valores personales es sacrificar el juicio personal; sacrificar el juicio personal es sacrificar la propia mente, y nada menos que eso es lo que pretende y demanda el credo del autosacrificio. La raíz del egoísmo (o sea, el interés personal) es el derecho, y la necesidad, que tiene el ser humano de actuar de acuerdo con su propio juicio. Si su juicio ha de ser un objeto de sacrificio, ¿qué clase de eficacia, control, ausencia de conflictos o serenidad de espíritu le será posible al humano? El segundo aspecto que importa en este contexto involucra no sólo al credo del autosacrificio, sino a la totalidad de los dogmas de la moralidad tradicional. 

Una moralidad irracional, una moralidad que se opone a la naturaleza humana, a los hechos de la realidad y a los requerimientos de la supervivencia de la especia humana, necesariamente lo fuerza a aceptar la creencia de que existe un choque inevitable entre lo moral y lo práctico, que hay que elegir entre ser virtuoso o ser feliz, idealista o exitoso, pero que no se puede ser las dos cosas a la vez. Esta visión establece un conflicto desastroso al nivel más íntimo del ser humano, una dicotomía letal que lo hace trizas; lo obliga a elegir entre capacitarse para vivir o ser digno de vivir. Empero, su autoestima y su salud mental exigen que alcance ambas metas. Si el ser humano sostiene que el bien es su vida sobre la Tierra, si juzga sus valores de acuerdo con el criterio de aquello que es adecuado para la existencia de un ser racional, entonces no existe choque alguno entre los requerimientos de su supervivencia y la moral, entre capacitarse para vivir y hacerse digno de vivir; logra lo segundo al alcanzar lo primero. Pero se produce un conflicto si el humano considera que el bien reside en renunciar a esta Tierra, renunciar a la vida, a la mente, a la felicidad, al yo. Bajo una moralidad que se opone a la vida, el hombre se hace digno de vivir hasta donde se obliga a hacerse incompetente para vivir, y hasta donde se obliga a ser capaz de vivir, se hace indigno de ello. La respuesta que dan muchos defensores de la moralidad tradicional es: "Bueno, pero la gente no tiene por qué llegar a los extremos", con lo cual quieren significar: "No esperamos que las personas sean totalmente morales. Aceptamos que tengan de contrabando algún interés personal en sus vidas. Después de todo, reconocemos que la gente tiene que vivir". La defensa de este código moral reside, por consiguiente, en que pocos estarán dispuestos a adoptar la actitud suicida de intentar practicarlo consistentemente. 

La hipocresía ha de ser, pues, la que proteja al humano contra las convicciones morales que dice profesar. ¿Qué efecto tiene esto sobre su autoestima? ¿Y qué sucede con las víctimas que no son lo suficientemente hipócritas? ¿Qué ocurrirá con el niño que se refugia, aterrorizado, en un Universo autista porque no logra captar las afirmaciones disparatadas de sus padres [y madres], que le dicen que él es culpable por naturaleza, que su cuerpo es impuro, que pensar es pecaminoso, que es blasfemo hacer preguntas, que es depravado dudar, y que debe obedecer las órdenes de un fantasma sobrenatural pues, si no lo hace, arderá eternamente en el infierno? ¿Qué le sucederá a la hija que se consume debido a un sentimiento de culpa producido por el pecado de no querer dedicar su vida a cuidar de su padre [o madre] enfermo, que no le ha dado otro motivo que no fuera el sentir odio hacia él? ¿O al adolescente que se refugia en la homosexualidad porque le han enseñado que el sexo es malvado y que las mujeres deben ser idolatradas, pero no deseadas? ¿O al hombre de negocios que sufre ataques de ansiedad porque, tras años de sentirse obligado a ser ahorrativo y laborioso, cometió finalmente el pecado de tener éxito, y se le dice ahora que un camello pasará por el ojo de una aguja antes de que un hombre rico entre al reino de los cielos? ¿O al neurótico que, en irremediable desesperanza, abandona el intento de resolver sus problemas porque siempre ha oído predicar que esta Tierra es un reino de miserias, futilidad y destrucción, donde la felicidad o el logro son imposibles para el ser humano? Quienes defienden estas doctrinas tienen una grave responsabilidad moral, aunque existe un grupo cuya responsabilidad es quizás aún mayor: los psicólogos y psiquiatras, que ven los despojos humanos producidos por estas doctrinas y callan. 

No protestan y declaran que las cuestiones filosóficas y morales no les atañen, que la ciencia no puede emitir juicios de valor. Se desentienden de sus obligaciones profesionales aseverando que un código de moral racional es imposible y, con su silencio, convalidan el asesinato espiritual. Marzo de 1963.

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